Panorámica del Área Metropolitana de Monterrey vista desde Chipinque. Foto: Carolina Canavati
01 Ene. 2016
En lo profundo la contaminación atmosférica es un problema de digestión.
El maratón Lupe-Reyes pone en jaque al metabolismo, pues el cuerpo no logra absorber todo lo comido y bebido. Casi como espejo, la contingencia ambiental es una recarga grave de productos y de desechos que la Ciudad no logra digerir y que están flotando entre nosotros, convirtiéndonos en ciudad-nube-de-polvo.
Los micropolvos suspendidos en el aire son partículas que esperan su turno en el canal digestivo urbano, de la misma forma que los tamales, la pierna, el pavo, los macarrones y el pastel de la cena de Fin de Año, más los alcoholes, esperan su turno para entrar al intestino delgado.
La espera digestiva puede llegar a considerarse parálisis estomacal, es decir, ni para atrás ni para adelante: un atasco. Esto es lo que sucede en una contingencia ambiental.
Entendiéndolo como un asunto más metabólico que ambiental, podemos acercarnos mejor al problema porque así se borran ciertas fronteras imaginarias que nos generan la sensación de una distancia entre «el medio ambiente» y nosotros, como si no fuéramos lo mismo.
Esta semana que despedimos al 2015 la Ciudad nos habló con elocuencia. Se metió a nuestras narices, irritó nuestras gargantas, nos empanizó en finísimos polvos de plomo y piedra y bramó al unísono con todos sus fierros. Ante la declaración de contingencia ambiental, la recomendación fue no salir, no moverse.
Barriendo la casa pienso en cómo podremos solucionar esta indigestión general. He levantado una película de polvo gris oscuro acumulada en un día, pero que parece el polvo de una casa abandonada. Contemplo el montículo en el recogedor: cuál es la historia de estas cenizas industriales, cómo llegaron a mi casa. Visto con amor se trata de nuestra voluntad hecha polvo.
Porque hay una belleza ruin, si es posible el término, en el movimiento frenético de todos los habitantes de nuestra metrópoli, de todos los gases y la basura que generamos al consumir y desplazarnos y de la carga ambiental que expiden las industrias para las cuales trabajamos.
Toda esta contaminación es reflejo de un esfuerzo, es un acto de lucha, de sobrevivencia. Lo paradójico es que llegamos a un punto en el que la batalla levanta excesivos polvos.
Cuando el lunes pasado el sistema de monitoreo ambiental marcó una alerta general, con un aire de malo a extremadamente malo en la zona metropolitana, muchos confirmamos lo que ya nuestro cuerpo nos venía comunicando: los deshechos y las emisiones son mayores que las que nuestras narices, garganta y piel pueden procesar.
La declaratoria de contingencia es positiva en tanto imprime el necesario halo de realidad y de crudeza a la riesgosa experiencia de respirar en la Ciudad, pero pierde sentido si las recomendaciones únicamente van encaminadas a librar la indigestión del momento, evitando un análisis más metabólico del problema.
En esta gigantesca incubadora de negocios que llamamos Monterrey las soluciones reales a la calidad del aire no quieren ni pensarse porque, según estimo, éstas tienen que ver con desacelerar, decrecer, recortar.
Muchos pueden ver en esto una propuesta inviable, pero nunca habíamos visto a nuestros cuerpos en un riesgo tan grave, y eso lo cambia todo.
Más allá de la verificación vehicular -que es necesaria- el cierre de las pedreras metropolitanas -que es urgente- y la publicación diaria y puntual de un reporte ambiental -para comprender su gravedad- la limpieza de nuestro espacio se relaciona con el cuerpo de uno.
Cierto que individualmente no tenemos la posibilidad de transformar todo un sistema de impunidad ambiental, pero podemos empujar a esta mudanza en la medida en la que mejoremos nuestra digestión doméstica: no consumir ni producir más de lo necesario.
Somos un pueblo con energía, que ha sido capaz de transformar montañas en edificios. Mi apuesta está en confiar en esta voluntad férrea, que distingue a los habitantes de nuestra Ciudad, porque más allá de razones y de motivaciones para mejorar la digestión, para limpiar nuestro aire, necesitamos arrojo. Y eso nos sobra.
Queridos lectores, que en este 2016 sorprendamos a nuestra Ciudad con gestos de amor urbano. Reciban un abrazo, con mis mejores deseos.
ximenaperedo@gmail.com
Editorial publicado en El Norte el 1º de enero de 2016.
